martes, 25 de agosto de 2015

Mitos y Leyendas de Antioquia
El Mohán
Antes, mucho antes de trasladarse a vivir a su palacio subterráneo, el Mohán fue un hechicero que convocó tormentas y eclipses. Conocía los secretos de las almas, curaba enfermedades y todos temían sus ojos de azabache cuando en los ritos atraía la lluvia y las cosechas o se transformaba en jaguar que recorría las landas de los ríos para ahuyentar los malos espíritus.

Él supo en una noche premonitoria, en una noche de borrascas e inundaciones, de la llegada de los españoles. Vio también la humillación y los despojos de la Conquista. Por eso, tal vez queriendo perpetuar la memoria de los antepasados, se marchó con todos los tesoros a la entraña de los ríos. Allí permanece, taciturno y remoto entre las piedras, lejos del tiempo, mientras le crecen los cabellos y las uñas y sus ojos desploman la noche.

Junto a los monólogos, a los paseos nocturnos sobre el oleaje de las aguas, el Mohán ama la música. Toca la guitarra en las noches de plenilunio y algunos campesinos lo han visto aterrorizados descender en balsa mientras ensaya en la quena una canción desconocida.Embaucador, pajarero pintado de negro y con dientes de oro, el Mohán es un laberinto que puede cambiar de apariencia y aprovechar las brisas de los ríos para la serenata y el vagabundeo por los mercados de los pueblos en donde compra tabaco y aguardiente y conquista a las muchachas.

Brujo del agua, el Mohán sin embargo ejerce una feroz tutela de los ríos. Regula las crecientes y complica las atarrayas de los pescadores y en algunas ocasiones su celo llega a ser perverso: voltea las canoas y sumerje a las víctimas en el fondo de las aguas. Los viejos pescadores y barequeros saben todo aquello, por eso le temen. llevan en las mochilas tabaco y están pendientes de cualquier señal de indignación de las olas. Saben que el regreso, que su destino, depende del Mohán.

La Madremonte
Toda vestida de hojas y de líquenes, vive en la prdeundidad de los bosques. La cabellera, víctima de soles y lunas, le oculta el rostro. Ese es su enigma: podemos escuchar el grito de fiera entre los árboles, ver la silueta que se pierde en la espesura, pero nadie ha visto nunca su rostro cubierto de musgo y sombra.

La Madremonte ama las grandes piedras de los ríos, construye sus aposentos en los nacimientos de las quebradas, se distrae con el silbido de las mirlas y los azulejos. Algunos han creído escucharla cuando imita el canto de los grillos en las tardes de verano y cuando persigue las luciérnagas en las noches sin luna.

Como vigilante de las selvas, la Madremonte cuida que no desaparezca la lluvia y el viento, orienta los periodos de celo de los animales del monte, grita de dolor cuando cae alguna criatura de su dominio. Por eso, odia a los leñadores y persigue a los cazadores: a todos aquellos que violan los recintos secretos de las montañas.

Cuando la Madremonte está poseída de furia, dicen los que han padecido su venganza, se transforma: los ojos despiden candela y con las manos de puro hueso, se agita de rabia entre los matorrales. Se desencadenan entonces, los vientos y las tormentas. Los ríos y las quebradas traen inundaciones, arrasan las cosechas y el ganado. Todo parece como si se anunciara el estremecimiento de la tierra y los astros.

La Patasola
A llí en las selvas de los montes, estrellándose aquí y allá con los matorrales, deambula la patasola. Enemiga de los hombres, acosada por una culpa antigua, poseída del horror de su propia apariencia, jamás se detiene en su vértigo de odio y espanto. Allí va con los ojos tortuosos y lejanos y el cabello enredado de lianas. Dando saltos con la pata de oso desaparece de la espesura.

Compañera de los tigres y las arañas, trasnochada por la pena de un amor desorbitado, la Patasola odia el agua, los cielos azules y la salida del sol. Su reino pertenece a los crepúsculos y a las noches tenebrosas de los montes. Aunque algunas veces, cuando olvida el dolor, canta o espera la aparición de la luna sobre el copo de los árboles. Deidad vampiresa, genio maléfico de los montes, la Patasola tiene el poder de la metamorfosis: cambia de mujer horrible, de dientes felinos y ojos abultados a muchacha bella, insinuante como un espejismo entre los árboles. Así atrae a los hombres y a los caminantes desprevenidos. Así los devora totalmente en lo prdeundo de la selva.

La Madre de Agua
Es un ser anfibio que prefiere vivir la mayor parte del tiempo bajo el agua. Allí, en las prdeundidades de los ríos, entre las algas, recorre sus viviendas de obsidiana y de despojos de crustáceos. Allí como una ninfa acuátil, apoyada en un bastón de coral, desteje la red de su amargura. Con la mirada perdida busca a su joven amante indio, al hijo que fuera arrojado a la corriente por el abuelo español que nunca aprobó su amor por el aborigen.

Madre del río, pequeña sonámbula de los silenciosos arrecifes, además de su inclinación por la transparencia, las nubes y los pájaros, la Madre de Agua desea a los niños. Con sonidos de caracol, con mensajes de mariposa de cristal, con ramos de flores blancas que alumbran en recámaras de sílice, los atrae hasta el borde del río. Aquellos que han visto los visajes del rostro en los espejos del agua, enferman y sin poder olvidar corren al abismo en busca de los cabellos de oro y del espejismo de la cantora de ojos azules.

El Hojarasquín del Monte
Se alimenta de flores y de bayas doradas de los bosques prdeundos. Tronco de guayacán con cabeza de hombre cubierta de chamizos y salvajina, el deicio del hojarasquín es cuidar el bosque y los animales selváticos. Atento al chillido de las golondrinas en los farallones del río, sabe cuando se acerca el depredador de la flora y cuando debe auxiliar al sabanero, anhelante víctima de los perros del cazador. Amante de los vuelos, el Hojarasquín algunas veces se cansa de ser árbol y entonces disputa con los loros, intenta saltar con los venados en las tardes de sol.

Los campesinos saben de estos movimientos por la algarabía de los arrendajos y pájaros tijeras, por la inmensa batahola de los samanes con el viento. Amo de las hojas y el rumor de las aves en las montañas, el Hojaraquín muere cuando hay talas o destrucción de los montes. En forma de tronco seco, permanece oculto hasta cuando resurge la floresta.

Los Duendes
Son enemigos del orden y la domesticidad: donde quiera que exita una casa hermosa y un maniático del orden y el trabajo, allí aparecen los duendes, estos pequeños hombre vestidos de trajes de hojas verdes y rojas, cubiertos de sombreros, como inmensos hongos de maldad. Se suben a los techos y construyen grandes aposentos de paja y huesos de mirlas. Amigos del sabotaje y el enredo, inician entonces desde allí la debacle, la burla maligna: esconden las escobas y los zapatos y ríen en la medianoche. Pero su disparate mayor consiste en apedrear los techos, en desatar verdaderas tormentas de piedra que provocan espanto.

Grandes cabalgadores de pájaros, los Duendes se divierten oteando las estrellas sobre las hojas de los yarumos, jugando al trampolín entre los guaduales. Pero la diversión mayor está en perturbar a las doncellas. Les arrojan, en el sueño, terrones de cal, manchan los vestidos, las persiguen y si están enamorados pueden llegar al acoso obseno y el ultraje. Aunque algunas noches se apaciguan y con flautas y tiples entonan canciones dulces y lejanas.

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